Él, el sumo pontífice de las privatizaciones, el que vendió Telefónica, Repsol, Endesa, Aceralia, Tabacalera o Argentaria para entregárselas a los compañeros de pupitre de Aznar, o a los amiguetes de la cúpula empresarial, ve como su gran proyecto personal bancario, el que le iba a poner a la altura de Botín o Francisco González, lo arruinó y hasta podría ser nacionalizado.
A esa entidad, Rodrigo Rato llegó a través de Caja Madrid,
donde alcanzó la presidencia tras una ruda lucha intestina en el seno del
Partido Popular de Madrid entre el presidente del partido, Mariano Rajoy, y la
presidente de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre. Llegó con ínfulas de
pachá tras su paso por el gobierno y el FMI, con la pretensión de convertirse
en el gran señor de la banca.
Y lo primero que hizo, mimetizando el comportamiento de sus
amigos de Telefónica, Repsol, Endesa y demás en los tiempos de las vacas gordas, fue crecer, pese a que las vacas ahora pastaban muy flacas, y Caja
Madrid partía, con la crisis financiera, de una situación delicada y lo
preferible era consolidar antes su posición.
Él, cuando llegó a Caja Madrid a finales de enero de 2010,
aventuró que con la reestructuración del sector de cajas, el número podría
reducirse de 45 a 20. Y para hacer válido su propio vaticinio, se dedicó a engullir cajas como poseso. En menos
de medio año se atragantó con la valenciana Bancaja, apestada de hipotecas
basura, promociones inmobiliarias y campos de golf en el Mediterráneo, así como
de las cajas de Canarias, Rioja, Ávila, Segovia y Caixa Laietana. Para ello,
recibió ayuda del Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB) por un
monto de 4,465 millones de euros (mde).
Para integrar a todo ese conglomerado constituyó Banco Financiero
y Ahorro (BFA), la institución matriz con un 52.4% de la entidad, y Bankia, con
nombres ya más de banco que de cajas. BFA era el banco malo, el que reunía los
peores activos, y Bankia era el banco amable, la parte bonita, la marca que
puso en la bolsa. Tras varios tropiezos durante el verano del año pasado para
salir al parqué debido a las turbulencias en los mercados financieros
internacionales, al fin logró ver la luz en el Ibex-35 de Madrid el 20 de
julio, a un precio de 3.75 euros, un 15% menos de lo previsto.
La acción llegó a trepar hasta 3.9 euros en agosto, a los
pocos días de empezar sus negociaciones. Pero la tendencia de los mercados
globales tampoco ayudó, atormentados por las señales de desaceleración en EU y
los planes para rescatar, por una segunda vez, a Grecia.
Cuando empezó el rally de los mercados globales a finales
del año pasado, Bankia no pudo treparse a él, dado que empezaron a desvelarse
sus problemas: una institución demasiado grande, con una cartera problemática, cargada de activos
inmobiliarios y a promotores de calidad dudosa o substandard, y una elevada
morosidad.
Así, BFA acumula en su panza un total de 31,800 millones de
euros (mde) en ladrillo tóxico, lo que representa un 17% del total del sistema
financiero. Por tanto, Rodrigo Rato no sólo quería convertirse en el gran
banquero del país, sino también en el gran tiburón de la promoción inmobiliaria
de la nación, si las cosas le salían bien.
Lo malo es que la situación de la entidad era insostenible:
el gobierno se lo hizo ver, e incluso pujó para que se fusionara con alguna
otra entidad. Pero Rato se jactaba de que él podía vivir sólo en su torre de
marfil, con su liderazgo intocable y ufano aseguraba que no precisaría de
ayudas del Estado para sanear su hoja de balance.
Como se negaba a la ayuda del gobierno, se lo hicieron ver
sus propios amigos del Fondo Monetario Internacional (FMI), y finalmente,
Rajoy, en una llamada telefónica el pasado domingo, lo convenció de que, quiera
o no, se iba a nacionalizar a BFA-Bankia y que lo mejor era que dejara el cargo
tras su brillante gestión, tan sobria y responsable.
Así que uno de los mentores de Carstens, como al mismo
gobernador de Banco de México le gusta reconocer, se vio como mal gestor. Le
fue bien como ministro de Economía y Hacienda en España durante el gran auge de
la economía ibérica, donde todo era vender caro al final de la burbuja
tecnológica (y así privatizó las empresas españolas) y recortar gasto en un
contexto de muchos ingresos tributarios para eliminar el déficit.
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